No hay que dudar que, allá por los años 1351 a 1357 el cargo de Escribano de la Villa lo ostentara un caballero, cuyo nombre no ha conservado la historia, educado en la escuela de trapisondas e injustitas y a su antojo ejerciera el cargo, sin hacer más distingos que, llenar la bolsa y favorecer al amigo fustigando al enemigo.
Cuenta esta Leyenda que fácil al soborno y con perjuicio de tercero, otorgó una escritura falsa. Que las súplicas, no humillantes, pero sí razonadas y serenas, no fueron bastante para modificar en justicia el documento, envenenado por la aceptación de la dádiva, que la catalogaban de de apócrifo. Los perjudicados, cansados de vanas palabras y quizás peores hechos, aprovechando uno de los viajes que el rey don Pedro I de Castilla, el Cruel o el Justiciero, hizo a la Villa, bien a ver a doña María de Padilla, bien en paso para aplacar las sonadas rebeldías de los nobles, capitaneados por el bastardo, acordaron acudir a su Serenísima Alteza en queja.
Cumplidos los trámites de solicitud, los vecinos fueron llevados a la presencia del Monarca que se aposentaba en una cámara sencilla, amueblada con aparato impropio de la realeza.
Sobre una mesa de roble, en franca meditación, encontraron al más modesto de varios presentes, que a no ser por el respeto con que era tratado y mirado, dijérase que cualesquiera de los otros tenía más traza de Rey. Su dulce mirada, su amable acogida, su simpatía en la voz no pudo sobrecoger a los que demandaban a su persona, Justicia.
Más anonadados quedaron ante la presencia de los demás caballeros que completaban la compañía del Rey. Sin vestir los fastuosos trajes de Corte, llevaban albos justillos de terciopelo, con mangas de púrpura de Kufa, obtenida a precios caros de los mercaderes granadinos que sostenían un rico comercio con Oriente. Una cadena doble magnífica, de oro, pendía de su cuello, cayendo sujeta de ella, al pecho, el sello de armas y el emblema del cargo en la Corte. Llevaban daga y espada, relucientes. Calzaban riquísimas de seda a dos colores: negro y verde unos; amarillo y rojos otros… Borceguíes de marroquí bordados de plata. Refulgentes espuelas… En el rey todo era sencillez.
Hablad sin reparo vuestras cuitas, les insinuó sonriente el Monarca de Castilla.
Serenísima alteza, parece que dijeron los leales de Astudillo. Demandamos Justicia al Rey nuestro Señor, en contra del Escribano de la Villa, que habiendo otorgado documento en falsía ocasiona –gastos e despojos de bienes e obligaciones que non son de justicia e pedimos amparo a vuestra Serenísima Alteza, para que non seamos así castigados, con el inmerecido trato del dicho Escribano-.
Y los vecinos ante la acogida del Rey fueron relatando uno tras otro los atropellos llevados a cabo por el Escribano y sufridos con paciencia ejemplar.
Fijó don Pedro la vista en los villanos y leyendo en sus almas la verdad, ordenó al momento la presencia en la cámara Real del Escribano acusado. No se dilató el cumplimiento de la orden. A tan alto mandato, tan pronta diligencia. En la misma cámara se celebró el careo. En él quedó patentizada la razón y valentía de los expoliados y la doblez y falsía del que en nombre del Rey y de la ley había de personificar en sus actos, la justicia.
Levantose el Rey de su asiento y parlamentó con dos de sus vasallos. Transcurridos unos momentos, acompañado de los nobles, servidores y litigantes, fuéronse hasta el brocal de un pozo, que hasta hace pocos años aún se utilizaba públicamente y que está fuera del recinto del Palacio del doña María de Padilla, mirando al Norte.
-¿Qué ves flotando sobre el agua de ese pozo? Preguntó el Rey al Escribano acusado.
-Veo una naranja, Señor.
-Estás seguro?
-Seguro, Señor.
Llamó a su Escribano Real, haciéndole la misma pregunta.
El de Justicia Real, pidió una escalera, bajó hasta el pozo, lo subió a presencia de don Pedro, manifestando: media naranja, Señor.
Tornó silenciosa la comitiva al aposento que hacía de Audiencia Real. Y en la cámara, de su puño y letra, el Monarca señaló en castillo:
Yo, el Rey de Castilla… etc., etc. Don Pedro I, por la gracia de Dios: mando para que sea ejemplo del presente y testimonio elocuente del deber para el futuro, no tan sólo para los Escribanos, sino para los que han -de facer Justicia en mi Reino, a todos é cada uno dellos, que le sea cortada la mono a fin de que nunca jamás amén, pueda con ella signar falsamente documentos que están fuera de la Ley de Dios nuestro Señor y lo mando por Mi en el mio Reino-.
Y si no fue Juan Diente, su ballestero Mayor, otro ballestero real, no menos adicto, cumplió la sentencia, que de tan alto venía.
El Escribano, despojado de sus cargos y atributos, con la manifestación de su miembro amputado por su mal fecho, por Castilla toda y desde el Señorío de Vizcaya hasta Andalucía; desde Galicia hasta las puertas de Valencia, por la Mancha y por León, mostró por doquier el baldón de su deshonor y el respeto que había de merecer la Justicia, severísima si se quiere, pero no lo bastante para inmortalizar en la Historia a un Monarca con el calificativo de Cruel.
Las gentes, al tanto del hecho, mostraban en comadreo, nada compasivo el vituperable proceder del Escribano, comentando: -Justicia del Rey, nuestro Señor é la fizo en Estudillo-.
Tal nombradía cobró el acto, que la moralidad de los Escribanos y Justicias y menestrales al servicio del pueblo, se modificó ostensiblemente. Y tal acontecimiento fue tan sonado y notorio en Castilla, que de él, aún tuvo conocimiento don Pedro, que para perpetuar esta sentencia que era gran dolor suyo el repetirla, al saber su fama, ordenó, sigue la leyenda, el Serenísimo don Pedro I de Castilla, que en la casa donde el acto injusto y desleal cometió el Escribano, sobre el dintel de la puerta principal, se esculpiese en piedra buena, piedra de las mejores canteras del Reino, perenne manifestación de desafío al tiempo y a la voracidad de los siglos la mano cortada del Escribano, oblicuamente, como cumplía el acto por él llevado a efecto.
Aún en los tiempo presentes, después de pasados, con esa lentitud borrosa, que lo hacen los siglos, todos los viajeros que se llegan en peregrinación culta, para visitar el Real Convento de Santa Clara, Monumento Nacional hoy y que hace tantos siglos fundara doña María de Padilla, juntamente con dos Pedro I de Castilla, el Cruel o el Justiciero, contemplan curiosamente el escudo, preguntando su significado y origen.
Cuenta esta Leyenda que fácil al soborno y con perjuicio de tercero, otorgó una escritura falsa. Que las súplicas, no humillantes, pero sí razonadas y serenas, no fueron bastante para modificar en justicia el documento, envenenado por la aceptación de la dádiva, que la catalogaban de de apócrifo. Los perjudicados, cansados de vanas palabras y quizás peores hechos, aprovechando uno de los viajes que el rey don Pedro I de Castilla, el Cruel o el Justiciero, hizo a la Villa, bien a ver a doña María de Padilla, bien en paso para aplacar las sonadas rebeldías de los nobles, capitaneados por el bastardo, acordaron acudir a su Serenísima Alteza en queja.
Cumplidos los trámites de solicitud, los vecinos fueron llevados a la presencia del Monarca que se aposentaba en una cámara sencilla, amueblada con aparato impropio de la realeza.
Sobre una mesa de roble, en franca meditación, encontraron al más modesto de varios presentes, que a no ser por el respeto con que era tratado y mirado, dijérase que cualesquiera de los otros tenía más traza de Rey. Su dulce mirada, su amable acogida, su simpatía en la voz no pudo sobrecoger a los que demandaban a su persona, Justicia.
Más anonadados quedaron ante la presencia de los demás caballeros que completaban la compañía del Rey. Sin vestir los fastuosos trajes de Corte, llevaban albos justillos de terciopelo, con mangas de púrpura de Kufa, obtenida a precios caros de los mercaderes granadinos que sostenían un rico comercio con Oriente. Una cadena doble magnífica, de oro, pendía de su cuello, cayendo sujeta de ella, al pecho, el sello de armas y el emblema del cargo en la Corte. Llevaban daga y espada, relucientes. Calzaban riquísimas de seda a dos colores: negro y verde unos; amarillo y rojos otros… Borceguíes de marroquí bordados de plata. Refulgentes espuelas… En el rey todo era sencillez.
Hablad sin reparo vuestras cuitas, les insinuó sonriente el Monarca de Castilla.
Serenísima alteza, parece que dijeron los leales de Astudillo. Demandamos Justicia al Rey nuestro Señor, en contra del Escribano de la Villa, que habiendo otorgado documento en falsía ocasiona –gastos e despojos de bienes e obligaciones que non son de justicia e pedimos amparo a vuestra Serenísima Alteza, para que non seamos así castigados, con el inmerecido trato del dicho Escribano-.
Y los vecinos ante la acogida del Rey fueron relatando uno tras otro los atropellos llevados a cabo por el Escribano y sufridos con paciencia ejemplar.
Fijó don Pedro la vista en los villanos y leyendo en sus almas la verdad, ordenó al momento la presencia en la cámara Real del Escribano acusado. No se dilató el cumplimiento de la orden. A tan alto mandato, tan pronta diligencia. En la misma cámara se celebró el careo. En él quedó patentizada la razón y valentía de los expoliados y la doblez y falsía del que en nombre del Rey y de la ley había de personificar en sus actos, la justicia.
Levantose el Rey de su asiento y parlamentó con dos de sus vasallos. Transcurridos unos momentos, acompañado de los nobles, servidores y litigantes, fuéronse hasta el brocal de un pozo, que hasta hace pocos años aún se utilizaba públicamente y que está fuera del recinto del Palacio del doña María de Padilla, mirando al Norte.
-¿Qué ves flotando sobre el agua de ese pozo? Preguntó el Rey al Escribano acusado.
-Veo una naranja, Señor.
-Estás seguro?
-Seguro, Señor.
Llamó a su Escribano Real, haciéndole la misma pregunta.
El de Justicia Real, pidió una escalera, bajó hasta el pozo, lo subió a presencia de don Pedro, manifestando: media naranja, Señor.
Tornó silenciosa la comitiva al aposento que hacía de Audiencia Real. Y en la cámara, de su puño y letra, el Monarca señaló en castillo:
Yo, el Rey de Castilla… etc., etc. Don Pedro I, por la gracia de Dios: mando para que sea ejemplo del presente y testimonio elocuente del deber para el futuro, no tan sólo para los Escribanos, sino para los que han -de facer Justicia en mi Reino, a todos é cada uno dellos, que le sea cortada la mono a fin de que nunca jamás amén, pueda con ella signar falsamente documentos que están fuera de la Ley de Dios nuestro Señor y lo mando por Mi en el mio Reino-.
Y si no fue Juan Diente, su ballestero Mayor, otro ballestero real, no menos adicto, cumplió la sentencia, que de tan alto venía.
El Escribano, despojado de sus cargos y atributos, con la manifestación de su miembro amputado por su mal fecho, por Castilla toda y desde el Señorío de Vizcaya hasta Andalucía; desde Galicia hasta las puertas de Valencia, por la Mancha y por León, mostró por doquier el baldón de su deshonor y el respeto que había de merecer la Justicia, severísima si se quiere, pero no lo bastante para inmortalizar en la Historia a un Monarca con el calificativo de Cruel.
Las gentes, al tanto del hecho, mostraban en comadreo, nada compasivo el vituperable proceder del Escribano, comentando: -Justicia del Rey, nuestro Señor é la fizo en Estudillo-.
Tal nombradía cobró el acto, que la moralidad de los Escribanos y Justicias y menestrales al servicio del pueblo, se modificó ostensiblemente. Y tal acontecimiento fue tan sonado y notorio en Castilla, que de él, aún tuvo conocimiento don Pedro, que para perpetuar esta sentencia que era gran dolor suyo el repetirla, al saber su fama, ordenó, sigue la leyenda, el Serenísimo don Pedro I de Castilla, que en la casa donde el acto injusto y desleal cometió el Escribano, sobre el dintel de la puerta principal, se esculpiese en piedra buena, piedra de las mejores canteras del Reino, perenne manifestación de desafío al tiempo y a la voracidad de los siglos la mano cortada del Escribano, oblicuamente, como cumplía el acto por él llevado a efecto.
Aún en los tiempo presentes, después de pasados, con esa lentitud borrosa, que lo hacen los siglos, todos los viajeros que se llegan en peregrinación culta, para visitar el Real Convento de Santa Clara, Monumento Nacional hoy y que hace tantos siglos fundara doña María de Padilla, juntamente con dos Pedro I de Castilla, el Cruel o el Justiciero, contemplan curiosamente el escudo, preguntando su significado y origen.
1 comentario:
Muy interesante historia de nuestro Rey D. pedro, para mi "El Traicionado". Gracias por tu indicación de donde encontrar la foto y felicitarte por el fabuloso articulo asi como tu BLOG¡¡¡ Saludos cordiales.
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